martes, agosto 25, 2009

Don Ramón

Yo lo recuerdo como hombre de pan en una mano y látigo en la otra...
Siempre justo, tanto con el castigo como con el premio. Aficionado a las carreras de pingos que todos los años para Semana Santa se realizaban por la calle mayor, la de la pulpería.
Su nombre era Ramón Díaz, hijo menor de tres que había tenido doña Petrona, su madre.
Circunstancialmente ese señor, a quien todos conocían, era mi abuelo y quien me crió hasta los diez.
Con Peltre, lo más suyo que tenía, había ganado en toda carrera que se le presentaba, pero no por mérito propio sino del caballo que solo era empleado para correr y para los fines de semana.

Al atardecer de los viernes se lo veía llegar montado y andando con paso regular, aperarse en la pulpería que tenía las puertas abiertas a toda hora y luego de saludar a los allí presentes, ordenaba su típico vino tinto.
Pasaba pocos minutos antes de comenzar a dedicarse a lo que lo llevaba cada semana y lo mantenía ocupado hasta la tarde de los domingos, cuando en estado semi inconsciente y por mérito de su práctica montaba en Peltre y sin darse cuenta dormía su bien adquirida curda sobre la silla.
Nadie supo con certeza si fue amaestrado desde potrillo o si era un don natural el que tenía ese caballo, lo cierto es que ni bien sentía el peso de su jinete y las riendas se aflojaban comenzaba a bajar la calle con el cuerpo inerte de su dueño a cuestas.
Todos los fines de semana así lo hacía y guay! de quien intentara cerrarle el camino o tocar a su dormida carga.
Con paso sereno y estable llevaba a don Ramón hasta su rancho donde solamente a su mujer le estaba permitido descenderlo de la montura para que al día siguiente fuera a trabajar el campo ; con un terrible dolor de cabeza pero sin el menor quejido en sus labios, solamente el ceño fruncido demostraba las secuelas de lo antes sucedido.
En la última semana del mes de marzo, cuando las hojas ocrean y el fresco comienza a hacerse sentir, llegó don Ramón a la pulpería más cansado que nunca y con setenta otoños a cuestas. Peltre también sentía el paso de los años y el frío reinante le comenzaba a molestar.
Esta vez con más cuidado y sintiendo pena por él, ató las riendas al último poste del tinglado que daba sombra a la pulpería.
-No nos quedan muchos más- le comento al oído, -tal vez ésta sea la última- dijo como en un suspiro mezclado de alivio y pena.
Entró con tranquilidad y se acomodó en la mesa del fondo, al lado de la ventana que daba al frente, al sembradío de maíz.
-Don José...- dijo a modo de saludo al que atendía, y éste tosió un “buenas” lacónico, como siempre lo hacía.
Dos jóvenes, un hombre y una mujer, que casualmente habían llegado hasta el pueblo esa tarde observaron la entrada de don Ramón, su serenidad les llamó la atención. Ellos también se recreaban con los colores del atardecer sobre el sembradío. Ambos se miraron y decididamente se aproximaron al viejo con ánimos de entablar conversación. Don Ramón lo advirtió y los previno : -Estoy solo -les dijo áspero, pero cambiando tal vez de idea- pero pueden sentarse.-
Tardaron en iniciar la charla, pero el tiempo sobraba. Las botellas se sucedieron y nadie supo jamás de los temas que trataron, lo cierto es que los jóvenes permanecieron fieles en la mesa hasta el domingo.
Peltre supo que hacer y según dicen acomodaba a don Ramón a medida que éste se tambaleaba de un lado a otro, hasta que le fue imposible y por primera vez mi abuelo cayó del caballo.
Allí quedó, tendido entre los pedregullos que llenaban la calle, con Peltre al lado. Una ronda se formó, los primeros en llegar fueron los jóvenes que con él conversaron, pero al intentar acercarse con mucho esfuerzo el pingo se los impidió en dos patas, nadie debía tocarlo !
El resto del pueblo se fue llegando sin atreverse a tocar el cuerpo inánime de don Ramón, solo a la mujer se le permitió acercarse previo ser inspeccionada por el caballo quien la olfateó más que de costumbre.
Yo que estaba allí pude ver señales de lágrimas en sus ojazos negros.
Incorporándolo a medias la mujer lo subió a la carreta, ató al caballo a la parte trasera y emprendieron el viaje de regreso.

Supe luego que mi abuela había liberado a Peltre en un prado cercano diciendo “Gracias, has cumplido bien tu trabajo, yo cuidaré en adelante a mi marido” y éste se alejó con su paso habitual, sin mirar atrás.
Fede Máthé

Federico estaba...

Federico estaba solo.
A Federico le gustaba tener alguien a su lado en domingos. Era domingo. Federico estaba solo.
Antes no.
Le gustaba ir al cine con ella.
Le parecía muy feliz, sonreía con rubí y carmesí; arriba y abajo.
Pensaba si el castigo sería igual; si el arrepentimiento implicaba no querer hacer más aquello de lo que se arrepentía o solo estar arrepentido por querer estar a cada instante con eso.
La cuestión era que Federico no sabía si arrepentirse por haber hecho lo que él consideraba un tanto canallesco o arrepentirse por desear y casi gustarle aquello por lo que él quería arrepentirse.
Fede Máthé

La guerra de los medos

Algunos siglos atrás, cuando el mundo era mucho más pequeño de lo que hoy conocemos y las razas de los hombres distintas sucedió este hecho.
En su tierra, el actual continente asiático, Jerjes era un rey muy querido y respetado. De chico fue criado por su abuelo quien lo educó en el honor y la justicia.
En su patria los excesos de bebidas, comidas y relaciones carnales eran normales y corrientes. La naturalidad de este hecho para su sociedad, no lo era tanto para él. Repudiando estos hechos creció en abstinencia y se destacó en el arte de discursar.
Sus relatos y ensayos eran festejados por todos y poco a poco fueron creyendo en sus palabras.
Un día, decidió llevar a cabo una misión que tenía pendiente con su familia y con sigo mismo. Decidió invadir Grecia, como lo había intentado su padre años antes.
Para cumplir esta misión es que se había estado preparando. Había adquirido conocimientos en arquitectura e ingeniería, se hizo experto marinero y militar sin par. Contaba con la ventaja de que sus antepasados habían subordinado varios reinos al suyo y todos estos brillaban por distintas habilidades bélicas: unos por dominar el arte de Neptuno, otros por hacer lo propio con el de los remos, y así cada uno de los reinos bajo el mandato de Jerjes, dominaba un arte de la guerra.
Con esta selección de excelsos guerreros partió nuestro héroe rumbo al lugar donde por primera vez demostraría sus conocimientos.
Al llegar al estrecho de los Dardanelos se topó con la primera prueba. Debía atravezarlo de una forma u otra. Debían cruzar las tropas que iban a pie para poder desarrollar el plan de acosar a los griegos por sorpresa. Ideó un puente construido con pontones integrantes de la flota marítima que acompañaban al grupo anterior, por el que durante toda la noche cruzaron sus huestes, mediante este sistema de puente.
Se dice que para lograr calmar las turbulosas aguas del estrecho, para que los barcos se alinearan y dejaran pasar a sus hombres, Jerjes castigó duramente con las cadenas de sus anclas las aguas y éstas le obedecieron pero no sin quejarce ante el gran Poseidón quien no escondió su enojo por mucho tiempo. Sin embargo las tropas cruzaron y comenzaron al día siguiente a bordear las azules costas del Mediterráneo.
Pronto surgió el segundo obstáculo que debieron sortear Jerjes y los suyos. Bordear el istmo de Athos retrasaría notablemente a las naves, por lo que, mediante una exhaustiva labor de los soldados, convierten Athos en una isla. Trabajando sin parar, excavaron un surco tal por el que las naves transpusieron el istmo sin dificultad.
La marcha continuaba y día a día avanzaban a la par infantes y marinos.
Al llegar a la metrópolis, la imponente Atenas, la encuentran abandonada por la mayoría de la población. Solo algunos ancianos a los que no pudieron llevar consigo y los enfermos, a los que deliberadamente se los deja en la ciudad habían quedado.
¿Dónde estaban? ¿A dónde se habían fugado los atenienses?
Jerjes organizó y encabezó una patrulla de búsqueda para seguir cautelosamente sus pasos. Luego de cautelosas expediciones los hallan en Salamina, una isla cercana, todos apretados y sin intenciones de atacar ni de defenderse.
La patrulla regresó a la ciudad. Comunicaron las nuevas a todos y la alegría corrió por entre las filas, comenzando los festejos. Todos brindaban por la aparente retirada de los griegos, pero Jerjes no se resignaba triunfar sin su encarnizada batalla, sin su muestra final de valentía astucia militar...
Las fiestas se excedieron como nunca. Atenas entera fue destruida. Los soldados escaparon de las llamas provocadas por ellos mismos en pleno fulgor de sus celebraciones y se refugiaron en un improvisado campamento.
Al ver las llamas destrozando sus hogares los atenienses al mando de Temístocles dejaron ver su ira. Nadie sabía que hacer...
Era temprano todavía cuando Jerjes recibió una carta del Jefe de los ejércitos atenienses, en la que se le apremiaba a que atacara a los griegos de una vez, ya que si no lo hacía se terminarían matando entre ellos a causa de la incertidumbre que guiaba a todos los de ese bando. Además, de una forma u otra se los mataría, la batalla final era impostergable...
Jerjes comprendió que convenía atacar cuando todavía estaban todos reunidos, puesto que al huir los griegos, el tendría que seguirlos, y para eso las tropas estaban demasiado fatigadas.
Embarcaron todo su potencial bélico y partieron de mañana para invadir la isla desde el occidente, sin ninguna planificación ni estrategia.
La isla, en su lado oriental, estaba próxima a la costa y de cierta manera imitaba a ésta, dándole su forma ovalada, característica.
Al llegar al punto de bifurcación, Jerjes decidió que era mejor atacar por el norte. Y así lo hizo.
Expectantes en sus naves los griegos esperaban el ataque. El lugar había sido cuidadosamente elegido por Poseidón para que, en sus dominios, se realizara la venganza.
Ignorantes de todo, convencidos de su victoria, los hombres de Jerjes entran en el estrecho que vinculaba la isla con la costa; era demasiado estrecho y solo de dos naves se podía transitarlo. Pero no se dieron cuenta de ésto hasta que fue demasiado tarde.
Las olas parecían no querer soltarlos para que emprendieran la retirada. Las naves se contagiaban del fuego y de hombres enardecidos que defendían a sus mujeres, hijos y tierras.
Las otras naves que no alcanzaron a entrar en la trampa por el lado norte, lo hicieron por el sur, queriendo socorrer a sus camaradas. Pero todo fue inútil. Los griegos estaban exaltados. Nadie podía con ellos.
Todo el día duró la matanza. Temístocles, con un ejército inferior pero con una poderosa ayuda, Poseidón, había derrotado a la principal potencia en materia de guerra del mundo.

Se cuenta que un día los dos jefes se encontraron de nuevo, pero esta vez en la patria de Jerjes, a donde se dice que llegó Temístocles en busca de un lugar donde terminar sus días, ya que la patria que lo eligió una vez y a la que él había salvado de la segura ruina, le devolvía todos sus favores condenándolo por medio del ostrasismo.
No contando con la ayuda de nadie más, Temístocles pensó en que Jerjes le debía un favor, ya que él era quien le había dicho cuando atacar para obtener una victoria total (por más que el resultado final no fuera el esperado). Jerjes lo recibió y trató como a un amigo. Reconoció que el error había sido de él; subestimar al enemigo era lo peor que podría haber hecho.
Fede Máthé

3 mil metros

Monty comenzó la revisión final a tres mil metros del lugar fijado para el salto. Comenzó, lamentablemente por inspeccionar por qué se encontraba en ese aeroplano a tanta altitud : -yo que odiaba las alturas estoy a punto de arrojarme de lo más alto que conocí en mi vida- pensaba. Y Monty recordó su llegada al club de Caidas Libres.
Lo único que le entusiasmaba del nombre de esa asociación era lo de “Libres”, lo de “Caidas” no le atrajo tanto. Su vida era una vertiginosa y eterna caída.
Desde hacía tiempo que Monty no era feliz. Nada le alcanzaba para llegar a su meta. Quería poder terminar algo más o menos satisfactoriamente, pero eso no le pasaba desde que en la secundaria, cuando habían ganado el torneo de basketball con su equipo, los Patos Negros.
- Monty ! esto no puede seguir !- le dijo su primera esposa y se hecho a volar.
-Todos se hechan a volar para no estar conmigo- le declaraba dos meses después a una perfecta desconocida en un bar, tras trece copas que le esborniaban el cerebro y le hacían buscar consuelo en el pecho más cercano.
Desde ese día Monty no había logrado congeniar con nadie. Había llamado a un par de novias anteriores que le cortaban el teléfono diciendo - Creía que habías entendido :LO NUESTRO ES HISTORIA !-
Una tarde, cansado de vagar el pequeño espacio entre la heladera y el sofá, donde se encontraba la televisión, se decidió salir en busca de algún oído atento que quisiera escucharlo. -Si supiera a donde ir...- suspiró en la puerta de su casa y emprendió el camino menos usual para él, calle abajo.
- Debo cambiar mi vida.- decía mientras caminaba por la avenida paralela a la calle de su casa.
Cuadras abajo, Monty no llevaba la cuenta de cuantas, intentó inspeccionar su atuendo... lo que él jamás se imaginó que alguien podría llevar puesto lo desfilaba alguna chiquilla de 16 en esa avenida. Se percató que nunca había paseado por allí, - Jamás paso por aquí, siempre bajo del tren en la parada anterior a esta zona...- pensaba y se miraba los zapatos color café, un tanto desgastados. Subió hasta la cintura con la vista y observó que nadie en la cuadra tenía pantalones como los de el. Todos vestían a su manera, algunos con ropas negras ajustadas, otros anchas y de colores, algunas mujeres casi no llevaban, pero nadie llevaba sus pantalones con botamanga color verde agua con rayas más oscuras.
-Y el saco...- ... camisetas cortadas en las mangas, remeras de costado, camisas achas de vivos colores. Nada de sacos, -Acaso no se usará más...-
Monty no se dió cuenta hasta muy entrado, que estaba en la zona baja, El Bajo, como lo llamaban sus compañeros en secundaria.
-Si te internas, tienes que prestar mucha atención para salir.-
-Un pantano, el más inmundo es mejor que ese agujero.-
-Un sitio de mala muerte.-, eran los comentarios sus compañeros que recordó unas cuadras dentro de aquel lugar.
-Peor que mi vida no puede haber nada.- dijo Monty en voz alta, sin querer ; -Fíjate en mí ! fíjate en mí ! -le grito en el oído un vagabundo que le seguía tratando de pedir una moneda.
Monty salto de costad asustado por la voz aquella. No lo había visto, creía que nadie lo había escuchado y no esperaba ningún comentario.
- Qué quiere ? !- preguntó sin saber que decir.
- Deme una moneda y lo haré felíz- contestó el vagabundo.
Monty sacó la moneda dispuesto a dársela y le dijo -¿Sabés ? Es la mejor oferta que escucho en años.- le dió la moneda y el vagabundo lo llevo a una callejuela, en la esquina.
Al llegar, apenas doblaron de la calle principal, la avenida, el vagabundo se desató la correa que llavaba como cinto y le mostro su cuerpo desnutrido, con las constillas a la vista y algunos magullones. -Esos son de la última vez que comí, en prisión. - y se volvió a atar.
¿No es grandioso tener algo con que recordar momentos tan gratos?- fue todo lo que escuchó Monty de aquel individuo que se fue riendo por entre la gente.
Monty no entendió nada.

-Señores, vayan quitándose los cinturones.- dijo el instructor en su ridículo overol multicolor.
-Muy bien, ahora enganchen sus seguros a la guía.- continuó gritando el instructor sobre el ruido de los motores del biplano que llevaba a Monty y sus seis camaradas de salto.
Monty se conectó a la quía de salto para luego disponerse a pararse y correr como loco hacia la portezuela del avión. Lo habían ensayado una semana seguida. Monty pensó -no puedo retroceder, ya llegué hasta acá...-
-Apenas pasemos la tormenta estaremos en el lugar del SALTO.- Era el piloto. Monty odiaba al piloto, le recordaba a su segundo jefe con sus horribles cejas gruesas y su bigote dos días bien arreglados y el resto de la semana sobresaliendo de su poblada barba sin afeitar.
En aquel momento lo odió más que otras veces : - “después de la tormenta...”- imitó Monty con voz chillona, - “en el lugar del SALTO ”. Maldito, no podrías haberte enfermado de rubiola o hepatitis ! ?-
Recordó una frase que repetía ella en el bar al que entró luego de su encuentro con el borracho :
-... a veces, las lluvias más tristes se convierten en tormentas tétricas.-
Era bonita. Estaba sola en medio de muchos hombres de diferentes aspectos. Nadie se le acercaba y sin embargo no había nadie mejor a la vista.
Cuando entró al bar Monty fue lo primero que vió. Creyó que le hablaba y se acercó unos pasos. Luego se contuvo, había algo en sus ojos que no coincidía con su actitud amigable.
Monty se señaló con el dedo ; ella siguió hablando sin dignarse a contestar. Creyó que lo miraba El giró la cabeza conociendo el lugar, giró luego sus talones y se acercó lentamente al mostrador y sin saber que pedir se sentó ante el que atndía aquel lugar.
- Cinco pesos la consumición mínima.- le indicó el camarero sin sonrisa alguna.
- Sirvame... café !... no, mejor una cerveza. Si, UNA CERVEZA.- ordenó Monty.
Una vez hecho su pedido giro el taburete en dirección a ella. Seguía hablando y lo seguía mirando sin hacer otra cosa que murmurar.
Monty tomo la cerveza del mostrador y casi decidido se acercó hasta su mesa. -Creo que me hablas. Disculpa me hablas a mí ?-
-Si “eso” no hubiera pasado “alguien” no lloraría- contesto mirando directo a sus ojos.
- Perdón ?,- preguntó él. Ella respondió en voz queda, muy bajo una y otra vez. -¿Qué dices ?- volvió a preguntar Monty un tanto nervioso.
-A veces, las lluvias más tristes se convierten en tormentas tétricas- aseguró con voz firme y un poco más alto que antes.

Monty sintió el aire correr como un demonio por su cara. Su traje se agitaba con furia. Más abajo otro traje hacía lo mismo. Algo le tiraba en la espalda. Miró para arriba y no vió nada, parecía ciego. Todo era borroso. Volvió su cabeza lentamente y atravesó las nubes con una velocidad increíble.
Había saltado y ahora caía y caía. El otro traje ya no se divisó más, solo veía salpicones de tonos ocres y verdes. A lo lejos una montañas y detrás la ciudad.
-MALDICIÓN ! !- gritó con todas sus fuerzas pero apenas lo sintió como un murmullo. -Qué hago ?- pensó. -Ahora sí que estoy donde no quería.-

Un hombre se le acercó por detrás y tomándolo del brazo le dijo al oído : -Está loca,- su voz parecía familiar, - siempre repite lo mismo.-
Monty se soltó, la miró de cerca y al darse vuelta el hombre no estaba más allí.
-Escuchaste lo que dijo ?- le preguntó, - ¿Escuchaste ?-
- Sí, pero a veces las lluvias más tristes se convierten en tormentas tétricas.-
La miró, había cambiado un instante, no, solo le pareció. Dió media vuelta y dejó su botella en una mesa cerca de la puerta cuando salía.
Había oscurecido, las luces no se habían encedido todavía. Entre la penumbra paseaban cada vez más transeúntes sin rumbo. Todos parecían buscar algo...

Monty hecho mano a la manija del paracaídas. Sabía cuando debía accionarlo. Su mente trabajaba casi tan rápido como caía. Recordaba casi todas las lecciones, el horrible piloto y el dolor que le había producido el golpe en el pecho que le había dado su instructor antes de saltar -“PARA EL VALOR MUCHACHOS!!
Fede Máthé

Salir de allí...

Pero no, te digo que no me sigas como si fuera un ladrón !-
Lo que pasa- contestó tranquilamente- es que,... bueno vos sabés... Cuando yo voy a tu casa no toco ni un alfiler.- replicó triunfalmente.
-Claro, si hace más de cuatro años que no vas por casa, ni siquiera para visitarme.- fue la contestación casi obligada, como el sol después de la luna o el silencio que sigue a toda explosión. Luego de aquel estallido solo eso quedó, un vacio silencio lleno de objeciones y refutaciones posibles y todas vanas. El asunto era otro, un un tanto más profundo y complicado, tanto como el Infierno del afortunado de Dante quien había comprado un tour especial que incluía guía, cosa que desafortunadamente no nos ofrecen a miserables como el que escribe al momento de entrar al juego.
Desde que se falleció su esposo no era la misma. Creía que yo la odiaba porque en sus últimos años de matrimonio las peleas se sucedían como los otoños y con en cada una quedaba una hoja, ocre, de lo que fue esplendoroso verdor en algún tiempo, quiza muy lejano.
El asunto era al revés, la respetaba más en cada discusión ; pero no podía dejarlo solo, hubiese sido una injusticia, en su estado no podía ni esquivar los golpes y eso que eran frontales y rutinarios.
Todo qudó explicito un día de debilidad, no es extraño que aun lo recuerde tan bien. Llego del hall central con lagrimas brillando a través de sus lentes de considerable grosor como para que pudira notarla alguien no tan acostumbrado a notar tristezas en rostros ajenos, hasta los que inmoralmente proyecta el espejo.
-Vos crees que yo no lo quería…?-
Fede Máthé

Zoofila

De noche, cuando el frío aterraba, me llamaba a su cama. Sus hermosos brazos blancos abrían para mí el lecho y con caricias me ayudaba a recostarme a su lado.
Con una sonrisa en sus labios recibía mis primeros besos. Inquieta al principio, se dejaba lamer con tranquilidad mientras decía no sé que cosas.
Buscaba entre las sábanas suaves, nunca probé otras iguales, una almohada en donde reclinaba su cabeza de costado y simulaba dormir plácidamente. Entonces era cuando yo más inquieto comenzaba a moverme ; saltaba como loco y ella solo parecía con ganas de que yo le hiciera toda clase de juegos y acrobacias...
Un buen día se levantó fastidiada. Parecía un tanto más vieja.
No preparó el desayuno para los dos, como acostumbraba hacer, sino que solamente se sentó en su silla y comenzó a leer el periódico.
Cuando el café estuvo listo fue a servirlo, me miró al pasar y como si todos aquellos años hubiesen quedado en el olvido, abrió la puerta y me invito a marcharme.
Dos días más tarde entró en la casa con una jaula tapada por un manto azul. No me dio nada, se sentó en su silla y retiró el manto con un gesto triunfal : -Al fin ! - exclamó fuera de sí. -Esto es lo que siempre quise ! - y mientras sacaba una horrorosa criatura de la jaula dejó grabada en mi alma la última palabra que me dirigió : - Cucha!!
Fede Máthé

Caníbales I

Señores míos, eviten desgracias. Al contratar empleadas solicítenles sus antecedentes caníbales. La señora que trabaja en casa, por ejemplo, tiene evidentes costumbres antropófagas. Lo he comprobado.
Invariablemente al entrar a ducharme se deleita abriendo el grifo del agua fría y escucharme aullar al ser desollado por el agua hirviendo que sale por la regadera.
Como a pesar de mis solicitudes continuaba haciéndolo y angustiado por la idea no pude más, lo comprobé.
Hoy amagué entrar al baño y después de hacer girar la canilla cerré la puerta quedándome fuera, en silencio. Con una toalla a modo de falda-salida-de-baño en la cintura caminé hacia la cocina. No fue fácil, no estoy acostumbrado a las polleras. Debía mover las piernas en trancos demasiado cortos: nunca me sentí tan parecido a una geisha.
Esperé unos instantes y un poco más. Asomé lentamente la cabeza a la altura de mis rodillas y, aunque no quería pensar, imaginaba lo que su cara diría si me hubiese visto espiarla de esa forma.
De todas formas fue efectivo. ¡Lo descubrí!
Sonreía cínicamente por cómo veía moverse sus hombros. Luego agachó un poco la cabeza y escuché lentamente correr el agua por el fregadero hasta el resumidero. Primero de a poco y un rato más tarde de lleno, durante treinta y siete segundos. Se dio vuelta intempestivamente y por poco me ve.
Dos minutos treinta después me asomé de nuevo al oír nuevamente correr el agua. Esta vez seguía pasando la esponja por la cocina, sucia.
“¡Caníbal!” le grite, aunque dudo mucho que haya entendido mi “eureka” del final.
Fede Máthé

miércoles, agosto 19, 2009

Mataron a Federico

En tu casa juegan aún,
Escondidos bajo tu cama,
Títeres animados
que representan la tragedia

Con cómica animación
Con luces que no viste
Con sonidos que tus oídos
No escucharán jamás.

Aun así juegan,
Saltan funámbulos
Gritan mimos
Porque allí también te buscaron

Y en los pasos del parque
Bajo la sombra de la higuera
Resuenan las botas marciales
Que vinieron por ti, Federico

Hasta las piedras te ocultan
Hasta el viento calla tu nombre
De crímenes imperdonables
Entretejen tu historia

Y hoy te recuerdan a ti,
De sus nombres ni se habla
Y tus palabras son las que silban
No las balas que hirieron tu carne.

El Guadalquivir se vistió de rojo
De fuego fueron sus mansas olas
Porque mataron a Federico
Pero ampliaron su gloria