martes, agosto 25, 2009

Don Ramón

Yo lo recuerdo como hombre de pan en una mano y látigo en la otra...
Siempre justo, tanto con el castigo como con el premio. Aficionado a las carreras de pingos que todos los años para Semana Santa se realizaban por la calle mayor, la de la pulpería.
Su nombre era Ramón Díaz, hijo menor de tres que había tenido doña Petrona, su madre.
Circunstancialmente ese señor, a quien todos conocían, era mi abuelo y quien me crió hasta los diez.
Con Peltre, lo más suyo que tenía, había ganado en toda carrera que se le presentaba, pero no por mérito propio sino del caballo que solo era empleado para correr y para los fines de semana.

Al atardecer de los viernes se lo veía llegar montado y andando con paso regular, aperarse en la pulpería que tenía las puertas abiertas a toda hora y luego de saludar a los allí presentes, ordenaba su típico vino tinto.
Pasaba pocos minutos antes de comenzar a dedicarse a lo que lo llevaba cada semana y lo mantenía ocupado hasta la tarde de los domingos, cuando en estado semi inconsciente y por mérito de su práctica montaba en Peltre y sin darse cuenta dormía su bien adquirida curda sobre la silla.
Nadie supo con certeza si fue amaestrado desde potrillo o si era un don natural el que tenía ese caballo, lo cierto es que ni bien sentía el peso de su jinete y las riendas se aflojaban comenzaba a bajar la calle con el cuerpo inerte de su dueño a cuestas.
Todos los fines de semana así lo hacía y guay! de quien intentara cerrarle el camino o tocar a su dormida carga.
Con paso sereno y estable llevaba a don Ramón hasta su rancho donde solamente a su mujer le estaba permitido descenderlo de la montura para que al día siguiente fuera a trabajar el campo ; con un terrible dolor de cabeza pero sin el menor quejido en sus labios, solamente el ceño fruncido demostraba las secuelas de lo antes sucedido.
En la última semana del mes de marzo, cuando las hojas ocrean y el fresco comienza a hacerse sentir, llegó don Ramón a la pulpería más cansado que nunca y con setenta otoños a cuestas. Peltre también sentía el paso de los años y el frío reinante le comenzaba a molestar.
Esta vez con más cuidado y sintiendo pena por él, ató las riendas al último poste del tinglado que daba sombra a la pulpería.
-No nos quedan muchos más- le comento al oído, -tal vez ésta sea la última- dijo como en un suspiro mezclado de alivio y pena.
Entró con tranquilidad y se acomodó en la mesa del fondo, al lado de la ventana que daba al frente, al sembradío de maíz.
-Don José...- dijo a modo de saludo al que atendía, y éste tosió un “buenas” lacónico, como siempre lo hacía.
Dos jóvenes, un hombre y una mujer, que casualmente habían llegado hasta el pueblo esa tarde observaron la entrada de don Ramón, su serenidad les llamó la atención. Ellos también se recreaban con los colores del atardecer sobre el sembradío. Ambos se miraron y decididamente se aproximaron al viejo con ánimos de entablar conversación. Don Ramón lo advirtió y los previno : -Estoy solo -les dijo áspero, pero cambiando tal vez de idea- pero pueden sentarse.-
Tardaron en iniciar la charla, pero el tiempo sobraba. Las botellas se sucedieron y nadie supo jamás de los temas que trataron, lo cierto es que los jóvenes permanecieron fieles en la mesa hasta el domingo.
Peltre supo que hacer y según dicen acomodaba a don Ramón a medida que éste se tambaleaba de un lado a otro, hasta que le fue imposible y por primera vez mi abuelo cayó del caballo.
Allí quedó, tendido entre los pedregullos que llenaban la calle, con Peltre al lado. Una ronda se formó, los primeros en llegar fueron los jóvenes que con él conversaron, pero al intentar acercarse con mucho esfuerzo el pingo se los impidió en dos patas, nadie debía tocarlo !
El resto del pueblo se fue llegando sin atreverse a tocar el cuerpo inánime de don Ramón, solo a la mujer se le permitió acercarse previo ser inspeccionada por el caballo quien la olfateó más que de costumbre.
Yo que estaba allí pude ver señales de lágrimas en sus ojazos negros.
Incorporándolo a medias la mujer lo subió a la carreta, ató al caballo a la parte trasera y emprendieron el viaje de regreso.

Supe luego que mi abuela había liberado a Peltre en un prado cercano diciendo “Gracias, has cumplido bien tu trabajo, yo cuidaré en adelante a mi marido” y éste se alejó con su paso habitual, sin mirar atrás.
Fede Máthé