viernes, abril 03, 2009

Dos formas de ver las cosas

El trolebús dobló la esquina y avanzó lento por la avenida. Rato antes de que viniera los cables que lo alimentan comenzaron a sacudirse indicando su presencia.
En la calle, tres pasajeros y yo esperábamos atentos su llegada.
Se acercó a la acera, debiendo adelantarse un poco más para permitir que subiéramos ya que las reparaciones en la vereda impedían el acceso.
Era domingo, poca gente viajaba en ese horario, ese día.
Uno a uno fueron depositando en la mano de la conductora el cospel que pagaba el boleto.
Me acomodé en un asiento individual, del lado del sol, pero no importaba. Resultaba placentero ver la ciudad desde los amplios ventanales del trolebús y sentir los rayos punzándome la cara.
De a ratos miraba hacia adentro: poca gente, casi nadie interesante.
Adelante mío, de espaldas, una mujer con bolsas de compras. A la derecha una pareja de jóvenes que no dejaban de hacerse bromas. Detrás había más, pero ninguno me llamó la atención al subir y no volví a verlos.
A la derecha, sentados frente a mí en la otra hilera de asientos, la doble, una niña de unos dieciocho años llevaba en la falda a un chiquilín y, por lo que pude notar, al hermano de éste sentado en el otro asiento.
No paraban de hablar pero no presté atención al tema, la ciudad lucía encantadora. El día brillaba fuera y la gente recién levantada caminaba cansina por las aceras.
Me entretuve con esto hasta llegar al puente, dónde no pude dejar de admirar cómo el hilo de agua que por lo general lleva, se había convertido en un verdadero río que ocupaba todo el cauce de orilla a orilla.
Miré primero a la izquierda y a lo lejos vi el resplandor del otro puente que conecta la ciudad con la parte sur. Quise entonces ver el de la derecha, aún sabiendo que no es visible desde dónde me encontraba. Recién entonces recalé en los pequeños que acompañaban la piba de dieciocho.
El primero me trajo a la mente a un personaje de la televisión, quién había logrado fama y, probablemente, dinero para su familia en un concurso de niños sabelotodo. Un tal Valentín. Ambos lucían anteojos de gruesos cristales y armazones bien rígidos. El corte de pelo era similar o al menos así se me antojó en aquel momento. Su boca pequeña no paraba de moverse y quité los auriculares de mis oídos para atender lo que decía.
Una excelente explicación de cómo el agua del río era conducida desde el dique San Roque hasta la ciudad era impartida cual clase hacia los otros dos hermanos.
La piba asentía mecánicamente mientras movía su pierna para mecer al pequeño que venía en su falda. Éstas y otras explicaciones se sucedían, pude notar que la hidráulica era un tema dominado por la criatura y totalmente ajeno a las otras dos mentes. Lejos estaban sus pensamientos y no se demostraba interés en entablar una conversación, sin embargo esto no hacía detenerse a los finos labios del pequeño que seguía impartiendo lección.
De pronto el que venía en la falda se despachó con una afirmación rotunda, de esas que no dejan lugar a dudas: “che loco, quiero una espina”.
Valentín siguió dando su discurso y la piba siguió meciendo la pierna. El trolebús frenó, subieron dos pasajeros más y luego de que se acomodaran en los asientos detrás de mí pude observar un delgado bastón blanco entre las manos del pequeño.
Subí con la mirada por el bastón hasta llegar a la carita del nene. Tenía las cuencas de los ojos vacías, cerradas. Giraba de un lado a otro la cabeza, lenta pero ininterrumpidamente, queriendo captar el menor sonido que indicara algo a su percepción.
-¿Que querés qué?- Preguntó la hermana.
-Si loco, quiero una espina.- afirmó el pequeño.
Al rato, como entendiendo en diferido, la hermana le acarició la cabeza que no por esto dejó de mover y le preguntó riendo: “¿Y para qué querés una espina?!”
-Chiquitita, para que me pinche!- afirmó rotundamente mientras giraba sin cesar su cabeza.
-¿Si?- Preguntó indolente y fijándose en el resto del pasaje la piba.
-¡Si!- afirmó el pequeñín.- Porque está muerta…- afirmó para terminar.
La risa del pasaje fue general. Todos al unísono reímos. Aunque por nuestras mentes pasaran mil imágenes que él jamás tendría en sus retinas.
Y la risa fue mermando. Y cada uno pensó para sus adentros cómo haría ese pequeñito para imaginar tener una espina chiquitita para que lo pinche, solo por estar muera. Aunque nadie quiso indagar. Era su realidad, su visión de lo real. Lo tangible. Lo que podría hacerle tomar algo como vida, para luego decidir que no habría más vida en ella.
El deseo continuó, para qué contentarse con una espina: -Che loco, quiero un tiburón, para que me muerda las bolas!- Declaró firme el chiquilín.
Mientras tanto el Valentín proseguía con sus discursos hidráulicos.
Es muy grato reconocer las enseñanzas de aquellos quienes nos inspiran y encontrar en cada lugar algo nuevo por descubrir. Debo reconocer que a pesar del paso de los años, no he logrado ver con lo oídos. Este pequeño lo hacía. No tenía alternativa, entonces simplemente lo hacía. Entonces pude ver un poco a través de sus ojos, esos que no tenía y al escuchar el “che loco, ¡quiero una rata!” supuse al instante para qué la querría.
-¿Y para qué querés una rata?- preguntó la hermana a esta altura alarmada.
-¡Para que se escape!- afirmamos al unísono y rotundamente. ¡¿Para qué más podría uno querer una rata?!

Sin embargo, no todas las cosas que a algunos dan asco tienen que ser poseídas con el afán de que se escapen. Al menos Belén no lo consideraba así.
La conocí en el cumpleaños de Fermín. Jugaba sin parar con una masa informe que de a ratos prestaba, no sin custodiarla de cerca y orientar a quienes la tenían en turno entre sus manos. Era algo verdaderamente asqueroso. Imitaba a una masa mucosa color verdusca de olor nauseabundo. Nada propio para una niña de diez años recién cumplidos.
Belén se mantenía expectante y solo aportaba algún comentario para que la dejaran tranquila cuando era increpada como si aún tuviera cinco años. Al parecer era conocida por todos como la hija de A. desde que tenía esa edad.
-¡Ya no tiene cinco!- reclamaban algunos cuando intentaban hacerle las mismas bromas de antaño. Y ella refunfuñaba entre dientes algo que era en su idioma, lo mismo pero con desgano de hacer esas declaraciones.
Las cervezas circulaban sin cesar. Eran la estrella de la fiesta hasta que apareció la guitarra y comenzó el canto.
Me sorprendió en gran forma el corro que se formó inmediatamente, tras los primeros acordes. Todos estaban dentro. Sus voces se levantaban de acuerdo a algún pacto previo, uno dónde armónicamente iniciaban los bajos, luego los tenores y seguían las contralto. Pude entonces darme cuenta de que eran ex integrantes de un coro que, para mi fortuna, sabían hacerlo muy bien.
Uno tras otros los temas se sucedían y despejaban lugares musicales desconocidos y en tinieblas para mi. No conocía ninguno de aquellos versos pero la música me llevaba en un vuelo bajito, como levitar.
A todo esto, Belén seguía con su masa mucosa entre las manos. Miraba de vez en cuando pero sin asombro. Conocía los temas de antemano, con los primeros rasguidos. Había estado tantas veces como espectadora de ese coro que ya era una integrante más.
El repertorio había sido largo y variado. Las cervezas, mientras tanto, no dejaron de circular y de aparecer como por encanto. El patio estaba sembrado de envases. Fermín saludo a dos integrantes del coro que partían rumbo a otra fiesta y apenas desaparecieron tras la puerta llevó su mano al bolsillo del que sacó una bolsita pequeña, blanca y se la pasó a la chica de su lado haciéndole un guiño cómplice.
-¡Armá!- le dijo.
La chica lo abrió y le preguntó algo por lo bajo.
-¿Nadie tiene seda?- preguntó Fermín a los que estábamos ahí.
Si bien no hubo respuesta, Belén se alteró. Se levantó y se acercó a su madre que estaba al lado de la poseedora de la bolsita blanca y ahora la examinaba curiosa.
-¿Qué tienen ahí?- preguntó solamente para tener una respuesta de la madre, quien rió nerviosamente y no dijo nada.
Rápidamente se desprendió de la bolsa y se la devolvió a la chica. Esto no conformó a Belén. Insistió en saber qué iban a hacer y la madre en reír cada vez más nerviosa. Entonces la abrazó y pude, ya que era el siguiente en la rueda, escuchar lo que le prometía.
-Mirá, si te portás bien te compro unos chocolates.-
-¿Bueno, pero para qué era eso?-
-¡¿Cómo para qué?! ¡Para fumá!.-
-Ah, ¿y vos también vas a fumar?-
-No sé Belén.- mintió la madre y la abrazó fuerte, acercándola a su regazo mientras hacía señas a uno de los cantores para que buscara arriba de la heladera, la ruta de la seda.
La niña se desprendió lenta y decididamente de los brazos de su madre y se sentó en el sillón al lado mío, donde estaba aún el lugar de las dos personas que se habían ido antes del circo. Estaba dispuesta a verlo todo. Supe que sabía de qué se trataba, qué le ocultaban y cuánto sabía a pesar de que a sus diez años no debiera.
Y entonces vio llegar un cesto de mimbre lleno de objetos varios, sedas entre ellos. Y vio como la chica intentaba liar el cigarro luchando con su ignorancia en tal tema. Y cómo hastiado del momento, le sugerí que me pasara los bártulos para terminar el tema. Entonces Belén vio como se liaba aquello que su madre y corro entero querían encender, intentando no ver que ella, una pequeña de diez, estaba ahí.
Seguramente el pequeñín del trolebús no vería aquella escena jamás. Difícilmente, aún que tuviera ojos, le permitirían ver aquello.
En ese momento, no me caben dudas, ella también pensó en la rata y en escapar. Yo, por mi parte, recordé la espina y cómo me hubiese gustado tenerla entre mis manos, para pincharme y sentir que estaba muerta.