martes, agosto 25, 2009

La guerra de los medos

Algunos siglos atrás, cuando el mundo era mucho más pequeño de lo que hoy conocemos y las razas de los hombres distintas sucedió este hecho.
En su tierra, el actual continente asiático, Jerjes era un rey muy querido y respetado. De chico fue criado por su abuelo quien lo educó en el honor y la justicia.
En su patria los excesos de bebidas, comidas y relaciones carnales eran normales y corrientes. La naturalidad de este hecho para su sociedad, no lo era tanto para él. Repudiando estos hechos creció en abstinencia y se destacó en el arte de discursar.
Sus relatos y ensayos eran festejados por todos y poco a poco fueron creyendo en sus palabras.
Un día, decidió llevar a cabo una misión que tenía pendiente con su familia y con sigo mismo. Decidió invadir Grecia, como lo había intentado su padre años antes.
Para cumplir esta misión es que se había estado preparando. Había adquirido conocimientos en arquitectura e ingeniería, se hizo experto marinero y militar sin par. Contaba con la ventaja de que sus antepasados habían subordinado varios reinos al suyo y todos estos brillaban por distintas habilidades bélicas: unos por dominar el arte de Neptuno, otros por hacer lo propio con el de los remos, y así cada uno de los reinos bajo el mandato de Jerjes, dominaba un arte de la guerra.
Con esta selección de excelsos guerreros partió nuestro héroe rumbo al lugar donde por primera vez demostraría sus conocimientos.
Al llegar al estrecho de los Dardanelos se topó con la primera prueba. Debía atravezarlo de una forma u otra. Debían cruzar las tropas que iban a pie para poder desarrollar el plan de acosar a los griegos por sorpresa. Ideó un puente construido con pontones integrantes de la flota marítima que acompañaban al grupo anterior, por el que durante toda la noche cruzaron sus huestes, mediante este sistema de puente.
Se dice que para lograr calmar las turbulosas aguas del estrecho, para que los barcos se alinearan y dejaran pasar a sus hombres, Jerjes castigó duramente con las cadenas de sus anclas las aguas y éstas le obedecieron pero no sin quejarce ante el gran Poseidón quien no escondió su enojo por mucho tiempo. Sin embargo las tropas cruzaron y comenzaron al día siguiente a bordear las azules costas del Mediterráneo.
Pronto surgió el segundo obstáculo que debieron sortear Jerjes y los suyos. Bordear el istmo de Athos retrasaría notablemente a las naves, por lo que, mediante una exhaustiva labor de los soldados, convierten Athos en una isla. Trabajando sin parar, excavaron un surco tal por el que las naves transpusieron el istmo sin dificultad.
La marcha continuaba y día a día avanzaban a la par infantes y marinos.
Al llegar a la metrópolis, la imponente Atenas, la encuentran abandonada por la mayoría de la población. Solo algunos ancianos a los que no pudieron llevar consigo y los enfermos, a los que deliberadamente se los deja en la ciudad habían quedado.
¿Dónde estaban? ¿A dónde se habían fugado los atenienses?
Jerjes organizó y encabezó una patrulla de búsqueda para seguir cautelosamente sus pasos. Luego de cautelosas expediciones los hallan en Salamina, una isla cercana, todos apretados y sin intenciones de atacar ni de defenderse.
La patrulla regresó a la ciudad. Comunicaron las nuevas a todos y la alegría corrió por entre las filas, comenzando los festejos. Todos brindaban por la aparente retirada de los griegos, pero Jerjes no se resignaba triunfar sin su encarnizada batalla, sin su muestra final de valentía astucia militar...
Las fiestas se excedieron como nunca. Atenas entera fue destruida. Los soldados escaparon de las llamas provocadas por ellos mismos en pleno fulgor de sus celebraciones y se refugiaron en un improvisado campamento.
Al ver las llamas destrozando sus hogares los atenienses al mando de Temístocles dejaron ver su ira. Nadie sabía que hacer...
Era temprano todavía cuando Jerjes recibió una carta del Jefe de los ejércitos atenienses, en la que se le apremiaba a que atacara a los griegos de una vez, ya que si no lo hacía se terminarían matando entre ellos a causa de la incertidumbre que guiaba a todos los de ese bando. Además, de una forma u otra se los mataría, la batalla final era impostergable...
Jerjes comprendió que convenía atacar cuando todavía estaban todos reunidos, puesto que al huir los griegos, el tendría que seguirlos, y para eso las tropas estaban demasiado fatigadas.
Embarcaron todo su potencial bélico y partieron de mañana para invadir la isla desde el occidente, sin ninguna planificación ni estrategia.
La isla, en su lado oriental, estaba próxima a la costa y de cierta manera imitaba a ésta, dándole su forma ovalada, característica.
Al llegar al punto de bifurcación, Jerjes decidió que era mejor atacar por el norte. Y así lo hizo.
Expectantes en sus naves los griegos esperaban el ataque. El lugar había sido cuidadosamente elegido por Poseidón para que, en sus dominios, se realizara la venganza.
Ignorantes de todo, convencidos de su victoria, los hombres de Jerjes entran en el estrecho que vinculaba la isla con la costa; era demasiado estrecho y solo de dos naves se podía transitarlo. Pero no se dieron cuenta de ésto hasta que fue demasiado tarde.
Las olas parecían no querer soltarlos para que emprendieran la retirada. Las naves se contagiaban del fuego y de hombres enardecidos que defendían a sus mujeres, hijos y tierras.
Las otras naves que no alcanzaron a entrar en la trampa por el lado norte, lo hicieron por el sur, queriendo socorrer a sus camaradas. Pero todo fue inútil. Los griegos estaban exaltados. Nadie podía con ellos.
Todo el día duró la matanza. Temístocles, con un ejército inferior pero con una poderosa ayuda, Poseidón, había derrotado a la principal potencia en materia de guerra del mundo.

Se cuenta que un día los dos jefes se encontraron de nuevo, pero esta vez en la patria de Jerjes, a donde se dice que llegó Temístocles en busca de un lugar donde terminar sus días, ya que la patria que lo eligió una vez y a la que él había salvado de la segura ruina, le devolvía todos sus favores condenándolo por medio del ostrasismo.
No contando con la ayuda de nadie más, Temístocles pensó en que Jerjes le debía un favor, ya que él era quien le había dicho cuando atacar para obtener una victoria total (por más que el resultado final no fuera el esperado). Jerjes lo recibió y trató como a un amigo. Reconoció que el error había sido de él; subestimar al enemigo era lo peor que podría haber hecho.
Fede Máthé